Neurociencia y subjetividad: el reto de pensar la mente más allá del mecanismo

Por María Mirón, Psicóloga Clínica | AMMEV

2 Junio 2025

Vivimos en una época en la que frases como “esto cambia tu cerebro” o “está comprobado por la neurociencia” parecen resonar con una fuerza casi hipnótica en el discurso público, muchas veces abstraídas de su contexto metodológico. Este tipo de afirmaciones circulan con fluidez en medios, consultas clínicas y estrategias de marketing, apuntando a las neurociencias sin profundizar y sin embargo resultando fuertemente persuasivas.

La fascinación por el lenguaje neurocientífico ha sido documentada empíricamente por autores como Weisberg et al. (2008), quienes demostraron con experimentos que las personas tienden a evaluar como más creíbles las explicaciones que contienen referencias al cerebro, incluso cuando estas son innecesarias o irrelevantes. A este fenómeno se lo conoce como la atracción seductora de las explicaciones neurocientíficas. Más que una simple curiosidad cognitiva, este efecto pone en evidencia una necesidad más profunda: la de aferrarnos a explicaciones que nos prometen orden, certeza y control en un mundo complejo.

Desde la psicología cognitiva, esto puede entenderse como una manifestación de heurísticos de autoridad (Cialdini, 2001), en los que el lenguaje técnico opera como señal de legitimidad. Pero también se trata de una respuesta afectiva y simbólica ante el sufrimiento: cuando la experiencia humana se vuelve difícil de nombrar o sostener, como acontece frecuentemente en consultas de salud, reducirla a niveles de serotonina o fallas en la dopamina puede tener una función de contención emocional. Así, la narrativa neuro se convierte no solo en una forma de explicar, sino en un consuelo.

La visión del cerebro como una máquina aislada, una estructura de entradas y salidas, conexiones eléctricas y sustancias medibles, tranquiliza. Este modelo mecanicista nos ofrece una fantasía de control, misma que observamos con frecuencia en el paradigma clásico de la salud: si lo que me pasa se debe a un desequilibrio neuroquímico, entonces basta con encontrar el fármaco adecuado o suplemento preciso, sin tener que cuestionar mi estilo de vida o los significados que derivó de ella.

En consulta clínica, esto se refleja en discursos como “no tengo problemas de sueño, me tomo un sedante y listo”, o “solo puedo tener relaciones con mi pareja si bebo antes, pero es normal para que el cerebro se relaje”. Son frases que revelan una desconexión entre el síntoma y su sentido, entre la experiencia emocional y su contexto. Como bien advierte Jerome Bruner (1990), cuando la psicología olvida el significado y se reduce al mecanismo, deja de hablar de personas.

Esta tendencia descartiana no es nueva, aunque pueda parecerlo. Gilbert Ryle (1949) ya criticaba el “mito del fantasma en la máquina”, es decir, la idea de que la mente es algo que habita dentro de un aparato cerebral separado del cuerpo, del lenguaje, de las relaciones y de la cultura. Thomas Szasz (1961), por su parte, alertaba sobre los riesgos éticos y políticos de medicalizar el sufrimiento humano y convertirlo en una “enfermedad” sin considerar el entramado de determinantes sociales, relaciones y conflictos que lo atraviesan.

Hoy, como señalan Nikolas Rose y Joelle Abi-Rached (2013), asistimos a una “gubernamentalidad somática”: el cerebro es el nuevo territorio donde se regulan comportamientos y se definen formas de normalidad. En las prácticas de salud, tenemos que cuestionar toda práctica que se presente con un aura de objetividad absoluta. En la cultura actual, frases como “esta dieta mejora tu función cerebral” o “este suplemento modula tus neurotransmisores” pueden terminar reforzando decisiones de salud generalizadas, basadas en el prestigio simbólico del lenguaje científico más que en la comprensión real del propio cuerpo y de las necesidades psicosociales que lo atraviesan. La MEV resiste estos discursos, poniendo el foco en la persona de manera integradora y multideterminada. 

Nada de esto implica negar el valor de la neurociencia. Por el contrario, el desafío ético es aprender a integrar sin caer en reduccionismos. Como plantea Robert Sapolsky (2017), el cerebro humano es una maravilla evolutiva, diseñado para responder con plasticidad y rapidez al entorno, pero también está profundamente influido por símbolos, creencias, cultura y vínculos afectivos. El correlato biológico de una emoción o una conducta no agota su sentido. Como clínicos, necesitamos sostener la ambigüedad y comunicar con honestidad lo que sabemos, lo que aún es incierto, y lo que solo se puede construir en diálogo con la subjetividad del paciente.

Esta postura implica cultivar lo que algunos autores llaman humildad epistémica: la capacidad de reconocer los límites del conocimiento actual, de resistir la tentación del neurodeterminismo y de mantener una mirada crítica frente al uso performativo del lenguaje científico. Porque al final del día, el objetivo no es simplemente comprender el cerebro, sino acompañar al ser humano en su complejidad, en sus contradicciones y en su búsqueda de sentido.

Referencias


Bruner, J. (1990). Acts of Meaning. Harvard University Press.

Cialdini, R. (2001). Influence: Science and Practice. Allyn and Bacon.

Dupuy, J.-P. (2000). The Mechanization of the Mind: On the Origins of Cognitive Science. Princeton University Press.

Fernandez-Duque, D., Evans, J., Christian, C., & Hodges, S. D. (2015). Superfluous neuroscience information makes explanations of psychological phenomena more appealing. Journal of Cognitive Neuroscience, 27(5), 926–944. https://doi.org/10.1162/jocn_a_00750

Hopkins, E. J., Weisberg, D. S., & Taylor, J. C. V. (2016). The seductive allure is a reductive allure. Cognition, 155, 67–76. https://doi.org/10.1016/j.cognition.2016.06.011

Rose, N., & Abi-Rached, J. (2013). Neuro: The New Brain Sciences and the Management of the Mind. Princeton University Press.

Ryle, G. (1949). The Concept of Mind. Hutchinson.